Homilía Arzobispo de Yucatán – Peregrinación Diocesana a la Basílica de Guadapupe

MISA POR LA PEREGRINACIÓN DIOCESANA
A LA BASÍLICA DE NTRA. SRA. DE GUADALUPE
Is 7, 13-15; Col 1, 15-20; Lc 1, 39-56.

“Proclama mi alma la grandeza del Señor” (Lc 1, 46)

Hermanos sacerdotes, diáconos, religiosas, seminaristas, hermanos y hermanas todos muy queridos en Cristo nuestro Señor.

Bendigo al Señor que me permite, hacia el final de mi primer año de ministerio en Yucatán, venir a esta Basílica de Ntra. Sra. de Guadalupe acompañando a todos ustedes que han llegado hasta aquí como peregrinos desde la Tierra del Mayab a visitar a la Madre del verdadero Dios por quien se vive. Muchos otros hubieran querido venir y no han podido, otros ni siquiera lo han considerado; pero nosotros aquí presentes, venimos en nombre de todo el pueblo yucateco, creyentes y no creyentes, devotos y no devotos, porque somos una sola familia y todos nos interesan.

Los que hemos llegado debemos sentirnos privilegiados por este llamado a venir aquí. La palabra “basílica” significa “casa del rey”. Nuestro rey es Jesucristo el Señor, pero María y Jesús no viven en casas distintas: primero, cuando el Verbo de Dios entró en este mundo, Jesús habitó en María durante nueve meses; luego, el Hijo de Dios hecho hombre, habitó con María en Belén, después en Egipto y posteriormente, por más de veinticinco años, habitaron en Nazaret; cuando Jesús inició su vida pública, María lo siguió cercanamente hasta llegar al pie de la cruz; después de la ascensión de Jesús al cielo, María permaneció con el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, junto a los apóstoles y en particular con el apóstol Juan; y finalmente, después de la asunción de María en cuerpo y alma al cielo, se ha cumplido la visión anunciada en el salmo 44: “De pie, a tu derecha, está la Reina”.

Jesús y María habitan en la gran Basílica del cielo y en cada templo que les es dedicado en la tierra. Hoy venimos a esta Basílica a poner en manos de María, nuestra Madre, las necesidades personales y también las de todo el pueblo yucateco; las necesidades de nuestras familias y las de cada familia en Yucatán; las necesidades de nuestra Iglesia arquidiocesana; las de nuestro presbiterio, de los diáconos, los consagrados y consagradas, los seminaristas y las de todos los laicos comprometidos en las labores de nuestra Iglesia.

También presentamos las necesidades de muchos otros laicos comprometidos en las problemáticas sociales, o que, por lo menos, se esfuerzan por cumplir con sus deberes laborales y civiles en forma responsable. También éstos son laicos comprometidos, si tenemos en cuenta que la tarea de los laicos está en llevar el Evangelio al mundo.

La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, nos presenta este hermoso pasaje que anunciaba a una virgen que concebiría y daría a luz a un hijo (cfr. Is 7, 13-15). En su momento, cuando Isaías escribió este pasaje, el Señor anunciaba el nacimiento de un rey que salvaría a Israel de la amenaza de los pueblos de Samaria y Damasco. Pero aquel tiempo pasó y la profecía se siguió escuchando como signo de esperanza mesiánica. Cuando Cristo nace de la Virgen María, esta profecía adquirió su sentido pleno.

La segunda lectura, tomada de la carta que escribió el apóstol san Pablo a los Gálatas, afirma que Dios en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo nacido de una mujer, es decir, nacido como verdadero hombre (cfr. Gal 4, 1-7). Nació bajo la ley, porque nació en el pueblo judío. También María y José y los apóstoles nacieron bajo la ley, pero todos ellos, a su modo y en su momento, nos enseñaron a superar la ley, a descubrir nuestra vocación a la libertad como hijos de Dios. Jesús vino a rescatar a los que estaban bajo la ley, y María fue rescatada desde su concepción inmaculada.

En el evangelio según san Lucas, vemos a María que va presurosa a visitar a su parienta Isabel. Su prisa es por la necesidad de Isabel, que se encuentra en el sexto mes esperando al niño que milagrosamente había concebido. Llega para ayudar, para servir en las labores domésticas y en el alumbramiento de aquel niño que prepararía el camino a su propio Hijo divino. María es la esclava del Señor que se presenta como servidora de quien la necesite. Aquí podríamos preguntarnos qué tan presurosos somos para servir, y con cuánta premura vamos al encuentro de quien nos necesita. ¿Tienen los demás necesidad de llamarnos o pedirnos ayuda con insistencia? ¿O se quedan los demás esperando nuestro apoyo sin respuesta alguna?

Isabel, movida por el Espíritu Santo, pronuncia las palabras que dan continuidad al saludo del ángel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre”. Y nosotros no nos cansamos de repetir una y otra vez ese saludo divino porque es la voz del ángel Gabriel y es la palabra inspirada por el Espíritu contenida en el Ave María. Cada Ave María significa honrar la obra maravillosa de la Encarnación del Hijo de Dios. Cada Ave María es Cristocéntrica, porque nos refiere a Cristo encarnado en María. Cada Ave María nos conduce al centro de la historia humana, que es la encarnación del Hijo de Dios.

“¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?” (Lc 1, 43). Esta admiración de Isabel debe permanecer en el corazón y en los labios del pueblo mexicano, pues ¿quiénes somos nosotros para que María haya venido a visitarnos y para haberse quedado en la tilma de san Juan Diego? Sí, porque ella está aquí. Pero también María está en cada hogar donde es venerada como Madre y en cada corazón donde se le abre la puerta.

Del mismo modo, María quiere que también le abras la puerta a todos sus hijos. Isabel nos ha puesto el ejemplo para que recibamos a cada persona con sentimientos de humildad pensando: “¿quién soy yo para que mi prójimo venga a mí?”. Con la humildad que procede de la fe en saber que cada persona es portadora de Cristo, que viene a nuestro encuentro, aunque ellos no lo sepan o no lo crean, tu tarea será ayudarlos a descubrir su propio valor y dignidad.

“Apenas llegó tu saludo a mis oídos, la creatura saltó de gozo en mi seno” (Lc 1, 44). Una fe sin gozo es una fe tibia. La alegría del cristiano viene de encontrar a Dios a cada paso, en cada cosa, pero especialmente en cada hermano. Por la fe podremos alegrarnos de encontrarnos con cada persona, incluso con quien no nos caiga bien, con quien nos haya hecho algún daño, o con quien nos es desconocido.

“Dichosa tú que has creído” (Lc 1, 45). Todos los que conocen el amor de Dios aquí en la tierra son dichosos, pero todos los que han llegado al cielo han alcanzado el gozo en plenitud. Algunas corrientes de espiritualidad nos presentan a María llorando por los pecados del mundo. Esa visión es válida si significa que María como Madre nuestra no aprueba nuestros pecados, pero si queremos decir que ella ahora está sufriendo en el cielo, estaríamos cayendo en una verdadera herejía. No hay creatura más feliz en la historia de la humanidad que aquella que dijo “Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador” (Lc 1, 46). Si no lo hemos hecho aún, antes de retirarnos, contemplemos a María en esta tilma, escuchemos su mensaje y platiquemos con ella como lo hizo hace unos meses el Papa Francisco. Aún sin palabras se puede platicar con ella. Una vez hace algunos años, una indígena de nuestro pueblo, que vino en peregrinación hasta este lugar, estaba extasiada contemplando a la Guadalupana, tanto que a su obispo que encabezaba la peregrinación le llamó la atención y se acercó a preguntarle: “¿Qué tanto les dices a la Virgen, qué te dice ella”? Y la indita le contestó: “Nada. Ella me ve y yo la veo”. Y eso se llama contemplación, cuando hay mucho amor, las palabras sobran.

Regresemos a Yucatán, después de nuestro viaje, fortalecidos en la fe; y llevemos desde el Tepeyac el compromiso de trabajar por la paz y las buenas costumbres en nuestra sociedad.

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán